domingo, 9 de mayo de 2010

¿Cuántas estrellas habrá en el cielo?

Y ahí estábamos los dos otra vez. En esa playa que se había convertido en nuestra compañera. Paseábamos juntos de la mano por la orilla, como solíamos hacer desde hace un tiempo.

- ¿Qué sientes ahora? – Preguntó.
- ¿A qué te refieres? – Contesté extrañada.
- ¿Acaso no sientes algo ahora mismo? No sé, te noto callada pero, a la vez, pensativa. ¿Qué te pasa ahora mismo por la mente? – Me aclaró.
- Sí, no te miento, estaba pensando. Pensaba en ese mundo que hemos creado. Ese en el que no dejamos que las adversidades entren. Me conoces perfectamente, al detalle diría yo, y yo a ti también. Por eso, sabemos estar con nuestras diferencias y, a la vez, resaltar nuestras compatibilidades. – Le expliqué.
- Pero, ¿Eso es malo? – Curioseó.
- No al contrario, no lo digo como algo malo, ni mucho menos, al contrario más bien. – Dije.

Ninguno lo de los dos volvimos a decir nada. Caminábamos por la orilla en silencio, pendiente de nuestros pensamientos, atendiendo sólo a ellos. Llegamos hasta el final de la playa. Hasta esa zona en la que se encuentran esos pequeños riscos que albergan en su interior pequeños lagos de agua salada, como consecuencia del oleaje. Me detuve ahí, para, acto seguido, sentarme en la arena. Le miré esperando a que él también se acomodara a mi lado. Sin embargo, no lo hizo. Se alejó de mí, buscando algo. Finalmente, lo encontró: una pequeña piedra plana. Comenzó a lanzar piedras del mismo tamaño hacía el mar. Yo, por el contrario, no podía apartar mi mirada de él. Entonces, en ese momento se giró hacía mí mientras sonreía:

- ¿Has visto eso? Conseguí que saltara cinco veces por encima del agua antes de hundirse. ¡Nunca antes lo había conseguido! – Exclamó.
- Sinceramente, no lo vi. Estaba más pendiente de otra cosa. – Sonreí algo tímida.
- ¿Otra cosa? ¿Qué observabas, cómo baten las olas por ahí? – Dijo mientras se acercaba hasta donde yo permanecía sentada.
- No, miraba al ser más perfecto que existe sobre la faz de la Tierra. – No podía parar de sonreír y decir esas palabras me producía una felicidad plena.
- Imposible. – Contestó, a la vez que se arrodillaba enfrente de mí. – Yo lo conozco y es imposible que tú puedas observarlo – Prosiguió.
- ¿Ah, sí? ¿Lo has conocido? Y, ¿quién es? – Indagué.
- Lo conoces más de lo que crees, convives con él día y noche. Es una chica, más o menos alta, pero que yo siempre la llamo enana. Castaña, aunque siempre la llamo rubia, sólo porque sé que le molesta. Sonrío si veo que ella lo hace. Sus labios son muy cómodos y sus besos son perfectos. ¿Sabes, ahora, quién es? – Me preguntó.
- Pues como no sea alguna de tus admiradoras secretas, no, no la conozco – Bromeé.
- ¿Sabes lo que te digo? – Sonrió.
- Dime.

Y me besó. Tan sólo me besó. Y seguimos así durante unos instantes, tan sólo sintiendo lo que estaba pasando en ese momento. Sintiendo que estábamos solos en esa playa, que estaba desierta alrededor nuestro. El ruido de las olas a lo lejos hacía que todo fuera más relajado, más íntimo, más romántico. Sus labios se despegaron de los míos.

- Eso es lo que te digo. – Dijo.
- Pues no ha estado nada mal, ¿eh? Deberías decírmelo más veces. – Reí.
- Si por mí fuera no separaría mis labios de los tuyos ni un solo instante. – Se sinceró.
- ¿Has visto? Otra vez se nos ha hecho de noche y no nos hemos dado ni cuenta.
- ¿Sabes por qué? Porque estaba observando al ser más perfecto que existe sobre la faz de la Tierra. – Me remedó.
- Y ahora soy yo la que te digo que eso es imposible. Porque ahora mismo estoy observándole y dudo que tú también lo puedas hacer. Lo tengo enfrente de mí ahora. Es un chico. Uno al que le llamo carapan. Uno al que me gusta llamarle borde, tan sólo por ver la reacción que tendrá después. Uno que mueve masas entre las féminas de sus alrededores. ¿Sabes tú quién es? – Le pregunté.
- Pues… no sé, como no sea uno de tus amantes, no creo que lo conozca. – Bromeó él.

Entonces ahora me decidí yo. Me abalancé sobre él, haciendo que se cayera sobre la arena, esa que tanto había querido evitar. Y le besé, le besé como jamás antes lo había hecho. Y continuamos ahí: él acostado boca arriba sobre la arena y yo recostada encima suyo, a su lado. Nos quedamos ahí un rato, mirando las estrellas. Desde ahí se podían ver perfectamente, pues no había ninguna luz que les pudiera hacer justicia.

- ¿Sabes cuántas estrellas habrá en el cielo? – Quise saber.
- No, y tampoco me importa mucho su número. – Fue su respuesta.
- ¡Ains, qué borde eres! – Exclamé.
- ¿Borde yo? ¿Por qué? – Se molestó.
- No te enfades, ya sabes que lo digo de broma. Sólo lo dije por tu respuesta. – le aclaré.
- Bueno, he dicho que no me importa su número, porque aún contándolas seguro que es mucho menos de lo que yo te quiero a ti.
- Y entonces, ¿cuánto me quieres a mí? – Pregunté.
- Infinitas veces infinito. – Sonrío.
- ¡Qué casualidad! Muy parecido a mí, pero lo mío es infinitas veces infinito por dos.
- ¿Sabes? Me encanta nuestro mundo. – Musitó.
- A mí también. Es un lugar perfecto que hemos creado nosotros, sólo nosotros, y que jamás encontraremos uno igual.
- Efectivamente, nunca lo habría definido mejor. – Finalizó.

Y permanecimos ahí, hablando y riendo mientras observábamos las estrellas. Mientras la brisa del mar hacía que nos uniéramos más. Donde las olas batían a lo lejos.

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